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Autora : Flor Garduño |
Una mujer desciende hacia el garaje
de la lujosa casa en la que vive,
como Eurídice descendió a los infiernos,
con un vaso de vodka en una mano
y el vacío del mundo en la otra.
Beber es una forma de ocultar
el dolor que nos causa la existencia
o de tratar de mitigar, en vano,
el miedo irrefrenable a la locura.
(Y, por beber, más bebió Dylan Thomas
insaciable poeta dionisíaco,
sin la aciaga pulsión del suicidio
que algunos quieren ver en Anne Sexton.)
Un abrigo de piel cubre su cuerpo
de esbelta seductora femenina
y, entre dientes, farfulla unas palabras
que nadie puede oír. Se siente sola,
quizá la mujer más sola del mundo
y, pese a su belleza, la más triste.
Busca en el bolso las llaves del coche,
un Cougar rojo como ese carmín
procaz que mancha el vaso y la delata,
ebria de soledad y de fracaso,
y conecta la radio que desgrana
una balada que se difumina
tras el ruido del motor encendido,
enciende un cigarrillo, bebe un trago
ávido y largo, y va notando cómo
su cuerpo la abandona con desgana
bajo el sopor silente del alcohol
y el humo del anhídrido carbónico.
Es ya muy tarde para arrepentirse.
Cierra los ojos, y no siente nada
(quizá esté en el umbral de la ataraxia),
ni puede oír la radio donde suena,
el réquiem de la música de un blues...
Antonio Casares