viernes, 25 de abril de 2014

Pena capital

Autor: Andreas Feininger
Autor: Stanko Abadzic

—Éste es el fin de mi jornada —comenzó— y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La cumplirá?
—Desde luego; pero tengo mejores intenciones.
—Yo no tengo esperanzas, ni deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.
—Espero que no se presente la ocasión; usted se recuperará y...
—¡Silencio!, así debe ser: prométalo.
—Sí.
—Júrelo por lo más— aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.
—No hay razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mi es...
—No puedo evitarlo, debe usted jurar.
Pronuncié el juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.
—En el noveno día del mes — continuó—, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...
—¿Para qué?
—Ya lo verá
—¿Dice usted que el noveno día del mes?
—El noveno.
Cuando hice la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y sonrió. Habló —no sé si para sí mismo o para mí— pero las palabras sólo fueron:
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quiere decir?
—No importa; usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.
Entonces procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:
—¿Ve usted esa ave?
—Desde luego.
—¿Y la serpiente que se retuerce en su pico?
—Sin duda: no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.
Se rió de una manera espectral y dijo lánguidamente:
—Todavía no es el momento.
Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell, por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.
Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante mahometano.
Cavamos lo más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.
Entre el asombro y la pena, no podía derramar una lágrima.
Lord Byron - El entierro

viernes, 18 de abril de 2014

Aquella España...

Autor : Francesc Catalá Roca

En Villar del Duque, el alcalde, un usurero ricachón con mucha gramática parda, salvó la vida declarándose conforme con el reparto de bienes. 

Caído en poder de los revoltosos, cuando a lomos de un asno se fugaba con disfraz de melero, fue arrastrado hasta la Casa Consistorial: Entre pitos y befas, a empellones, siempre en un cerco de roncos y estentóreos amotinados, salió al balcón: 

—¡Ea, caballeros, haremos el reparto, y no se hable más cosa ninguna! A lo que sea de razón no ha de negarse vuestro alcalde. 

Se arrancó un curda: 

—¡Eso es canela! 

El alcalde le descubrió entre los amotinados bajo el laurel de una taberna: Era un viejo cañí, esquilador de oficio, con ribetes de cuatrero. 

Le cayó encima el alguacil, que aún llevaba en el quepis las telarañas del desván donde se había ocultado:

—¡Cállate la boca y no metas el corvejón! Esto es muy serio. 
El alcalde se enjugaba el sudor: 
—¿Un botijo, no tenéis a mano? 
Salió una voz del grupo que lo cercaba: 
—¡Un botijo para el señor alcalde! Otra voz oficiosa: —¡Mejor una limoná si está acalorado! Un malasangre: 
—¡Que reviente! 
Sorna del señor alcalde:
—¿Y quién os hace la partijuela? Yo no os la hago sin refrescarme el gaznate. 
Por encima de las cabezas, de mano en mano, volaba una pintada botija de Andújar. 
El alcalde, luego de beber largo y despacio, la posó a su lado, en el arrimo del balconaje: 
—¡Vamos allá! Para mis luces, antes de adelantar paso ninguno, todos los presentes os habéis de disponer en tres bandos: Los que tengan más de una yunta: Los que no pasen de la pareja, y los pelanas. 
Un tío lagartón: 
—Baje su merced a ponerse en el bando que le corresponde. 
Un disidente: 
—Lo primero es el reparto de tierras. 
Otro: 
—Y de yuntas. 
Un pelanas: 
Conmigo no reza. 
El alcalde: 
—Donde que no haya avenencia, nombráis una comisión de vuestro seno para que se entienda con mi autoridad. 
Un terne: 
—No hay autoridad. 
Otras voces: 
—¡Abajo los Consumos! 
Un violento: 
—¡Haremos una degollina! 
El alcalde:
—¡El que tenga dos parejas dará una! 
Cada bando encrespaba su protesta: 
—¡Eso no es razón! 
—¡Queremos el reparto de tierras! 
—¡La rebaja de caudales! 
—¡Abajo los Consumos! 
—¡Abajoo!... 
—¡Abajo las quintas! 
—¡Abajoo!... 
Cuando mayor era el tumulto oyóse el toque de militares cornetas que sonaban fuera de la villa, y del balcón municipal se fugaron los amotinados que rodeaban al señor alcalde. Por la lontananza amarilla del rastrojo, moviéndose en hileras, fulgían de roses y fusiles. Los pantalones colorados escalaban los cerros: Latían los gozques de corral sobre las bardas: Eran un clamoroso guirigay todos los gallineros.

Ramón María Valle-Inclán


viernes, 11 de abril de 2014

¿Bebes?



Autor : Marc PoKempner

¿ BEBE ? 



deshecho, anclado he sacado de nuevo

la vieja libreta amarilla
escribo desde la cama
como hice el año
pasado.

Iré al médico
El lunes.

sí, doctor, las piernas flojas, vértigo,
dolor de cabeza y dolor de espalda

¿bebe?, me preguntará
¿hace los ejercicios, 
toma las vitaminas?

Creo que simplemente estoy enfermo
De la vida, siempre los mismos
Factores fluctuantes
Rancios.

Incluso en el hipódromo 
Veo correr a los caballos
Y me parece
Que no tiene sentido.

Me voy enseguida después de apostar
A las carreras que quedan.

¿se marcha?, me pregunta el 
empleado.

Si, está aburrido,
Le contesto.

pues si cree que es aburrido,
lo de ahí fuera,me dice,
imagínese aquí dentro

así que aquí estoy 
apoyado de nuevo en
las almohadas

nada más que un viejo
nada más que un viejo escritor
con una libreta
amarilla.

Algo se 
Acerca por el 
Suelo 
Hacia
Mí.

¡ah!, no es más que
mi gato

por esta vez

Charles Bukowski



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viernes, 4 de abril de 2014

Flamenco

Autor : Ruven Afanador

Escribo estas líneas al anochecer, junto a una botella de vino. He estado escuchando, a solas, en la casa vacía, una siguiriya que canta Camarón de la Isla. «A los santos del cielo / les voy a pedir…» Hace unas horas, los habitantes de mi casa, los míos, mis gentes, han ido a otros asuntos; ya no tardarán en volver. En este tiempo he visto cómo se amortiguaba, hasta morir, la luz del día; cómo la noche, cortés e inexorable, iba llenando el mundo. Tomé un primer vaso de vino y me entregué, de buena ley y maniatado, a la voracidad de mis recuerdos. A veces, uno no tiene a sus recuerdos; a veces, uno es su prisionero, su perro, su esclavo. ¿Cada uno se reúne con sus recuerdos cuando se lo merece? No lo sé. Me asomé a los últimos años de mi vida, sintiendo un cierto vértigo, un borbotón de gratitud, algún rumor de cicatriz, algo de miedo, un fogonazo de congoja, un poco de perfume humilde, unos ruidos de pasos, puertas que se abren, una gran penumbra de manos, rostros que no se apagan nunca…

Félix Grande